Autoridad: Un aporte breve

Para comprender mejor repárese en la distancia que separa las actitudes que responden a las tres expresiones bien conocidas: "tener autoridad”, "ser au­toritario" y "actuar con autoritarismo". Muchos de los males nacen de la confusión que a veces se hace entre las tres. Muy a menudo, por ejemplo, "actuando con au­toritarismo" se esfuerza uno por remediar su falta de autoridad.

Tener autoridad es, evidentemente, en el fondo, poseer una cualidad natural a la que contribuye a veces la prestancia física y siempre un conjunto de cualidades intelectuales, psicológicas y morales que son suscep­tibles de cultivarse. Las falsas apariencias las afirmaciones perentorias, el oropel superficial no dan autori­dad sólida. La verdadera autoridad puede, por el contrario abstraerse de ser autoritaria y recuerdo que, entre todos los profesores que encontré en el curso de mis estudios, aquél cuyos alumnos eran más estudiosos y disciplinados era un hombre notable que jamás daba el menor castigo ni formulaba al menor amenaza. Pero sus alumnos tenían la impresión que se disminuirían ellos mismos perturbando sus clases. La autoridad real no exige ni siquiera forzosamente muchos signos exteriores de respeto: a veces es compatible con una familiaridad bastante grande; pero se percibe su existencia porque el que la tiene siempre sabe hacerse oír, cada vez que vale la pena.

Ser autoritario, muy a menudo, puede‑ ser la expresión de un temperamento. Ello no es necesariamente inconciliable con una autoridad real siempre que esta actitud no vaya hasta el desconocimiento total y el desprecio por las formas de pensar, sentir y vivir de los demás. . . y en particular de los más jóvenes.

Los educadores que niegan todo derecho a la iniciativa personal, toda autonomía de pensamiento y de sensibilidad, se muestran autoritarios sin dar muestras de autoridad. Pueden impresionar al público y puede que sus niños se queden quietos... mientras haya peligro de que sean vistos. Pero bien sabe que los reglamentos abusivos son los que engendran el fraude.

En cuanto al autoritarismo, se caracteriza por un formalismo aún más grande y corresponde a una autoridad más débil. El autoritarista – me atrevo a utilizar este neologismo – parece atormentado porque le falta realmente.
La autoridad es racional, equitativa, eficaz... y yo agregaría: generalmente silenciosa. El autoritarismo es irracional, arbitrario, bastante raramente eficaz (por lo menos en profundidad) y en general, estruendoso.

La autoridad no posee valor verdadero sino en la medida en que se ejerce en el sentido de­ la vida del niño. Las restricciones y los límites, que la educación impone por real necesidad, no existen sino provisional y únicamente en vista de un desarrollo ul­terior. El ideal sería que la autoridad de los educadores no fuera más que un medio de guiar al niño hacia la satisfacción de sus necesidades más profundas, es decir hacia su libertad. Podría ser entonces comprendida como la expresión voluntaria y consciente del dinamismo propio de la vida. La autoridad no puede servir para sofocar: su papel es, por el contrario, preparar la maduración del individuo. Lo que la hace valedera no es la posición de la persona quo la ejerce, sino el hecho de que ella está – a veces en contra de las apariencias – al servicio de los intereses de aquellos sobre los que se ejerce.

Berge, André. La libertad en la Educación. Kapelusz. Bs. As. 1969.

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